Cuando era sólo un colegial, ante la futura perspectiva que supondría el mágico límite del año 2000 y la venida del siglo XXI, veinte años antes de que este se presentara, nos gustaba a niños y adultos fantasear sobre lo maravilloso que sería un futuro lleno de naves espaciales, viajes a otros mundos y ciudades futuristas con toda clase de avances tecnológicos. La lectura de diversos libros de ciencia-ficcion y el visionado de peliculas del mismo género alimentaban la imaginación y la ilusión de que los problemas clásicos que nos acuciaban en los comienzos de la jovencísima democracia española desaparecerían como consecuencia de la implacable lógica del progreso.
Cuando eres un niño ni entiendes qué es la economía ni te preocupa no saberlo. Los años ochenta del siglo XX fueron una época en que aún existía una cierta efervescencia con todo aquello relacionado con la conquista del espacio, fruto de la inercia de los viajes a la Luna por las distintas misiones Apolo a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, las primeras imágenes de otros mundos enviadas por las sondas Voyager y la carrera espacial consecuencia de la guerra fría. Poca gente se cuestionaba la necesidad de la enorme inversión en espacio ya que esta, al fin y al cabo, no representaba más que una nimia parte de la que se llevaba a cabo en armamento. La explosión del transbordador espacial Challenger, en 1986 y el desmembramiento y caída de la Union Soviética poco después supuso el fin del estatus prioritario de la inversión en el espacio.
Aunque en los últimos veinte años la actividad de las diversas agencias espaciales no se ha detenido, esta ha sufrido serios recortes económicos que han ralentizado enormemente la consecución de sus objetivos. La actual crisis financiera global, que llevamos sufriendo desde hace ya cinco años no ha hecho más que ahondar en el agujero presupuestario de muchas de estas agencias, empezando por la NASA y continuando con la inversión hecha en Europa, Rusia y Japón. Ahora mismo, la única nación que mantiene un programa espacial de objetivos a corto plazo es China, aunque mucha de la misma actualmente tiene fines propagandísticos y de exhibición ante el resto de las naciones de la que será en no mucho tiempo primera potencia económica del mundo. El programa espacial chino ya ha logrado la construcción de una estación espacial propia, la Tian Gong 1, que será sustituida por otra mayor y en competencia con la Estación Espacial Internacional en no mucho. En China también hay interés en llevar al hombre (o a la mujer, que ya le toca) a la Luna de nuevo, en tanto la idea del resto de naciones para mandar al primer ser humano a Marte no hace más que sufrir recortes y retrasos. El esfuerzo de China en este campo le pondrá en breve también a la vanguardia de este terreno y le hará tener iniciativa en un área estratégica a medio plazo. Como consecuencia, muchas naciones tendrán una dependencia directa de los chinos, como la que se tiene ahora de los cohetes rusos y de sus bases de lanzamiento.
Se ha impuesto en occidente la cultura de la austeridad en todos los ámbitos y la inversión pública se vuelve algo de lo que muchos gestores prefieren prescindir con el fin de devolver el equilibrio a las cuentas. La idea de que el dinero invertido en la conquista del espacio no tiene retorno, como si el dinero invertido desapareciera en el espacio con los cohetes lanzados, está muy arraigada en las personas encargadas de hacer los presupuestos, muchas de ellas con una formación científica mínima. Sin embargo, esto no es así. Pongamos al margen la a veces olvidada obviedad de que el dinero se queda en la Tierra se invierta donde se invierta y que cualquier inversión pública ayuda a redistribuir la riqueza de una nación y que de hecho se ha recurrido a aumentar la inversión pública para disminuir el desempleo. Lamentablemente en muchas ocasiones esa inversión pública se ha centrado en fines no pacíficos, como en la segunda guerra mundial, y otras posteriores, que syudó a salir de la crisis de los años 30 a Estados Unidos, por ejemplo, pero a un precio demasiado alto. Los salarios de los técnicos, ingenieros y científicos involucrados en un programa del espacio ambicioso repercute además en un aumento del nivel cultural de un país ya por sí mismo. El fin de un aumento global del conocimiento que se adquiere con cualquier proyecto de investigación, ya sea para aumentar la calidad de vida de los individuos o no, es un fin real, pero a veces demasiado difícil de cuantificar o cuadrar en las cuentas para los gestores. Sin embargo la investigación en espacio ha revelado que sólo con las patentes de nuevos avances tecnológicos necesarios para resolver las dificultades y los retos surgidos se puede autofinanciar en gran medida, aunque es verdad que no en un corto plazo y no en todas las líneas de investigación abiertas. Esto, por supuesto, es extensible a toda la ciencia y áreas de conocimiento.
La conquista del sistema solar en sí misma ya ha suscitado el interés de algunas empresas privadas por los ingresos que podría suponer el turismo espacial y la minería de ciertos asteroides. Ya hay proyectos reales que están diseñados en base a una tecnología existente. Su realización sólo depende de que su rentabilidad esté garantizada. Ni empresas ni estados están dispuestos a arriesgar fondos en aventuras que no den frutos seguros y rápidos. Esto contrasta enormemente con el tipo de economía virtual que nos ha conducido al desastre financiero actual, en donde los inversores invierten su dinero en la revalorización de productos imaginarios, ya sean acciones, fondos opacos, empresas fantasma, etc … sólo con la esperanza de que tras subir un poco su valor, pudieran venderlo y obtener un beneficio. Por el contrario, invertir en espacio no es invertir en productos virtuales, es invertir en economía real.
Por otro lado, hay necesidades de la sociedad humana que ahora mismo no son acuciantes y de las cuales la mayoría de la población no es consciente, pero que son reales y que sólo podrán ser resueltas a partir de inversiones serias, sostenidas y sustanciales de todos los países del mundo en la mejora de sus programas espaciales. De uno de ellos hablé en mi artículo precedente “El Universo que no se ve” y tiene que ver con el peligro de una colisión de cuerpos rocosos menores de 100 m. con nuestro planeta. Muchos de estos cuerpos cuya órbita está más cercana al Sol que la de la Tierra no han sido descubiertos ni catalogados aún. Aunque una colisión con cuerpos de este tipo es muy rara y produciría sólo víctimas en la zona del impacto, el peligro es real. El riesgo de colisión con asteroides mayores, con diámetros de uno o más kilómetros, tampoco es inexistente. Las consecuencias de un impacto de semejante tamaño serían terribles, pero la tasa de incidencia de la que se tiene constancia es de uno cada varios millones de años, con lo que la urgencia sería menor. Ya hay proyectos de mejora en la localización, predicción de trayectorias e incluso en el cambio de la trayectoria de cuerpos cercanos a la Tierra potencialmente peligrosos. Lamentablemente, ninguno de ellos logra la financiación necesaria para su puesta en funcionamiento.
Otra de las cuestiones que se va volviendo más acuciante con los años es el de la basura espacial. La ingente cantidad de satélites de comunicación, observación de la Tierra y el espacio y otras misiones dejan en torno a la órbita terrestre todo tipo de desechos. Según la Agencia Espacial Europea, 50 años de lanzamientos de todo tipo de satélites, cohetes, misiones, etc … han dejado más de 6000 toneladas de residuos orbitando alrededor de nuestro planeta distribuidas en todo tipo de tamaños y velocidades, abarcando desde satélites enteros en desuso hasta minúsculos granos de menos de 1mm. La NASA tiene un programa de avistamiento y cálculo de trayectorias para avisar a los astronautas de la Estación Espacial Internacional y tiene en su base de datos más de 160000 proyectiles de menos de 10 cm. Dada la ingente cantidad de otros vehiculos que se encuentran en activo y de los cuales dependen, por ejemplo, la mayoría de las comunicaciones, tamaño número de potenciales proyectiles supone un peligro real. Baste citar que una pieza de sólo 1 cm. de diámetro a una velocidad típica de 5000 km/h desarrolla en un impacto tanta energía como una granada de mano. Piezas más pequeñas, de sólo 1 mm. de díámetro serían capaces de perforar el traje de un astronauta en mitad de un paseo espacial. Dado el cada vez mayor número de vehiculos orbitando alrededor de la Tierra se piensa que el número de residuos aumenta cada año un 5 %. Parte del problema ha surgido como consecuencia de la necesidad de ahorrar en los lanzamientos provocando una ausencia de planes costosos para no generar residuos. Ahora la solución, si se pretende seguir usando órbitas cercanas a la Tierra, se torna cada vez más cara e implican desde “pescar” parte de los desechos con una red gigante hasta recogerlos individualmente con un brazo mecánico.
La dependencia que muchas de las actividades terrestres tienen de los satélites y del espacio orbital terrestre tiene otra asignatura pendiente con la actividad solar. Esta actividad es cíclica y dependiente de la intensidad de los campos magnéticos internos de nuestra estrella. En épocas de máxima actividad, como la que estamos atravesando ahora, se produce un mayor número de manchas solares, que no son otra cosa que regiones del Sol en que hay una acumulación de líneas de su campo magnético. A veces, la rotación del Sol hace que en torno a estas manchas se produzcan eyecciones de material coronal, también llamadas tormentas solares. Cuando una de estas eyecciones se dirige a la Tierra, y puede alcanzarla en períodos que oscilan de uno a varios días, gigiantescas cantidades de iones de gran velocidad colisionan contra la magnetosfera terrestre y son desviadas hacia los polos magnéticos, donde son percibidas como preciosas auroras. Si la intensidad de los haces de iones es más alta los satélites de comunicaciones e incluso las redes eléctricas pueden verse afectadas. En 1989, por ejemplo, se produjo una tormenta solar que provocó una avería de un generador de una central térmica de Canadá, provocando un apagón que afectó a millones de personas. Se sabe que la tormenta solar más intensa de la que se tiene conocimiento se produjo en 1859 y prácticamente “quemó” toda la incipiente red de telégrafos. Hoy en día, una tormenta semejante acabaría con todo el tendido eléctrico y todas las redes de telecomunicaciones del planeta. Actualmente hay un sistema de alertas, pero su capacidad predictiva se asemeja a la meteorológica y podría ser usada sólo con la suficiente antelación para desconectar las redes en caso de peligro. Una mayor inversión en la predicción y en sistemas más resistentes a dichas tormentas de iones podría paliar los efectos de una tormenta que, más pronto o más tarde, se producirá.
El fin último de la exploración espacial, no obstante, es el de la colonización de mundos externos. Este es un objetivo que se plantea a muy largo plazo y aún no es crítica su realización, ya que el planeta Tierra aún nos acoge. No obstante, el creciente deterioro del medio ambiente, en su mayor parte producido por la actividad humana, el crecimiento desmesurado de la población en combinación con unos recursos limitados y un tipo de economía cuya supervivencia se basa en un crecimiento constante junto con los peligros del cosmos, que a medio o largo plazo, acabarán salpicándonos, hace que no debamos abandonar este proyecto en común. La exploración de posibles nuevos hábitats en nuestro sistema Solar y la búsqueda de planetas terrestres orbitando en torno a otras estrellas son programas que no deben abandonarse en ningún caso a pesar de que nuestra generación sólo verá pocos resultados.
Acometer pues proyectos con inversiones realistas en el espacio es una responsabilidad ineludible de cualquier gestor o político. La inversión pública que los programas espaciales requieren pueden parecer un lujo en tiempos de escasez, pero también pueden acabar siendo un motor económico para toda la sociedad, además de un impulsor del aumento del conocimiento y la competencia internacional si un país es lo suficientemente valiente como apostar por ella.